miércoles, 12 de junio de 2013

Un largo ciclo



HAY RECUERDOS que piden que los pensemos con claridad. Quienes vivimos la huelga universitaria de 1988 –la huelga de los cuatro meses- quizás se nos hace imposible deslindar, con justicia, el recuerdo de entonces con la realidad presente del conflicto universitario, porque si bien hay aspectos  comunes, las circunstancias son bien diferentes. A mí en lo particular se me disparó el recuerdo desde el viernes pasado, después de la consulta donde una vez ganada la opción sí, la Universidad Central se sumó al conflicto que reúne 13 universidades autónomas en todo el país. Ese viernes, una marcha no muy nutrida pero sí muy animada, salió por Plaza Venezuela, rodeada a la distancia por funcionarios de inteligencia encubiertos y en moto, dispuestos a fotografiar a los manifestantes  para sus informes. Y viéndola regresé en el tiempo a mis 18 años, en la casa que vence las sombras.

Este país de coyunturas ha vuelto a colocar a la Universidad de cara al dilema entre lo histórico y lo político, entre el proyecto nacional y la reivindicación laboral, ahora, con el conflicto presente que actualiza situaciones viejas, para bien o para mal del país y de ella misma
Ese año, las universidades autónomas reclamaban el retraso en el cumplimiento de las normas de homologación, suerte de indexación salarial por la cual, los profesores recibirían incrementos de salarios conforme aumentara la inflación. Se planteó el conflicto intergremial: estudiantes, empleados y obreros apoyaron la petición porque se le sumaron las propias peticiones de cada sector, y porque privó la idea de que el beneficio de la universidad era el beneficio del país. Se hicieron marchas, pancartas, clases magistrales en la calle, se hicieron colectas. Un Simón Alberto Consalvi más permisivo como ministro del Interior que su muy deplorado antecesor, José Ángel Ciliberto, dejó hacer a los universitarios sus protestas. Pasaron cuatro meses, el conflicto se extinguió de mengua, y aquellos universitarios que iban a hacer la Revolución (porque esa era la idea largamente vendida por los activistas de entonces, ministros ahora: que el conflicto era parte de la larga fase previa de construir las condiciones para la emergencia de un proceso revolucionario en Venezuela), terminaron aceptando un pírrico 10% de aumento salarial para los profesores, y un incremento proporcional para empleados y becas estudiantiles; le valió a Luis Fuenmayor Toro, voz tonante de la huelga en la UCV, los puntos para lanzarse y ganar el derecho a sentarse en la silla del Dr. Vargas y al Movimiento 80 prácticamente una década de hegemonía estudiantil… Pero muchos de los de la base nos decepcionamos, no solo de las mitologías de esa izquierda burocrática, sino acaso también, como muchos otros venezolanos de esa década, esa “generación boba” a la que aludió siempre el rector de entonces, psiquiatra, hoy psicópata, Edmundo Chirinos,  de la política como oficio.

Recuerdo que el día en que reiniciamos las clases, Isabela Track, mi querida profesora de Castellano y Taller de Redacción, nos entregó fotocopiado un texto de Jorge Luis Borges Leyenda, con el cual proponía darle cierre al episodio en nuestras conciencias, sobre todo con las frases del final: “ahora sé que me has perdonado, porque olvidar es perdonar, yo trataré de olvidar también”. “Así es, mientras dura el remordimiento dura la culpa”. Si lo recuerdo, ahora, no es por fallarle a este luminoso ejercicio de la buena voluntad, sino para poder articular una comprensión de lo que ocurre ahora con las universidades, desde esa huelga que significó un parteaguas en mi historia personal.

La decepción de la huelga me sirvió para entender que hay un punto en el que los procesos históricos y las acciones políticas se unen, y es en la conciencia histórica del liderazgo. Ni burócratas ni tecnócratas son capaces de tener la mirada panorámica del historiador, ni la capacidad de articular voluntades y razones diversas en la acción del Estado que tiene el estadista. Nuestras universidades forman historiadores, que pueden ser intelectuales clérigos u orgánicos (habría que saber qué clase de intelectual es el actual ministro de Educación Universitaria, el historiador Pedro Calzadilla), pero muy pocos estadistas, no por falta de conocimiento o voluntad, sino por la sostenida desconexión entre la academia y la clase política. ¿Y cuándo se produjo esta desconexión? Para decirlo con justicia habría que recurrir a la historia. Valga a modo de hipótesis que, quizás en la subversión armada de la década de 1960 brotaron las raíces, en las diferencias críticas (y de praxis) con el proyecto nacional; que posiblemente se profundizaron con el movimiento de renovación universitaria y posterior cierre y “metida en cintura” de las universidades autónomas con la Ley de Universidades de 1970 y la creación del Consejo Nacional de Universidades. Que se hicieron más evidentes cuando la universidad centró su sistema de disciplinas y facultades en la formación profesional, pero que posiblemente, se consolidó cuando las instituciones abandonaron la observancia del proyecto nacional, adoptando  una agenda reivindicacionista representada por las normas de homologación que, ahora pienso, hipotecaron la autonomía.

Esa fue –es mi criterio- una inflexión peligrosa que sacrificó en nombre de la auctoritas, la congruencia que la universidad le debe a la sociedad de dónde surge. Por las normas de homologación la universidad sucumbe ante la razón de Estado: los profesores dejan de considerarse primordialmente como intelectuales,  para pasar a concebirse como empleados académicos de la administración pública; la burocracia universitaria copia los males del clientelismo y se convierte en un pequeño Estado que administra una renta (el presupuesto), que puede ser tolerado en tanto haya un sistema de autonomías, pero que en el momento en que el proceso político cambia de la cooptación a la hegemonía, a la hora del socialismo burocrático, puesto que el pensamiento único no permite ni disidencias ni redundancias,  la Universidad pasa de ser el recinto que salvaguarda las utopías (y las mitologías) y sede corporativa de los intelectuales revolucionarios, a ser un obstáculo que debe ser eliminado.

Pero la desconexión también fue de la clase política que antes que el estadista prefirió al estudiante profesional, al eterno repitiente, para entrenarlo primero como operador político en la universidad, luego en el partido: el militante perfecto que no reclama autonomía, que se burocratiza fácilmente, que reconoce a sus líderes y los sirve de modo obsecuente, que se ciñe a la disciplina partidista, pero a la vez macolla, intriga y atiende el negocio clientelar con el elector. ¿Un Heliodoro Quintero? ¿Un Kevin Ávila? Esos son apenas dos ejemplos, sórdidos y recientes, de  una lista que se extiende en el tiempo.  Y la desconexión también fue del empresariado que prefirió medrar en la renta petrolera antes que arriesgarse a innovar y competir; de los medios de comunicación social que en nombre de la prominencia de cargo escucharon siempre más la voz mandante que la voz ilustrada y consolidaron con sus agendas un encuadre social estereotipado en vez de apostar por un sentido común construido entre todos; y de los gremios profesionales que olvidaron que comparten con los profesores la misma raíz etimológica y por consecuencia, cierto sentido de la vida, ya que profesional y profesor vienen de profesar, que según la Real Academia de la Lengua significa: “ejercer una ciencia, un arte, un oficio, etc.; enseñar una ciencia o un arte; ejercer algo con inclinación voluntaria y continuación en ello (profesar amistad, el mahometismo); creer, confesar (profesar un principio, una doctrina, una religión); sentir algún afecto, inclinación o interés, y perseverar voluntariamente en ellos (profesar cariño, odio); en una orden religiosa, obligarse a cumplir los votos propios de su instituto”.

Desconectadas entonces de las fuerzas vivas del país, aunque no de los ciudadanos, de las familias, de las generaciones que hacen vida y constituyen  la sociedad venezolana, hay que decir que ha sido una auténtica prueba de resistencia la que el proceso le ha planteado a las universidades, cercándolas de las formas más diversas, para “transformarlas” en espacios para la aquiescencia. No lo han logrado, hasta ahora, completamente,  ni con las autónomas ni con las privadas. Pero este país de coyunturas ha vuelto a colocar a la Universidad de cara al dilema entre lo histórico y lo político, entre el proyecto nacional y la reivindicación laboral, ahora, con el conflicto presente que actualiza situaciones viejas, para bien o para mal del país y de ella misma.

Lo que comenzó como un conflicto nacional de reivindicaciones básicas, enfocado en la necesidad de un presupuesto justo que además de dotar de insumos a la institución para su funcionamiento, contemple la actualización del tabulador salarial (que no ha recibido aumento alguno desde 2008),  ha sido escalado por el empleador al convocar las discusiones a partir de la Convención Colectiva Única de los Trabajadoresde las Educación Universitaria, introducida por Fenasinpres, Fetrauve, Fenastrauv, Fenasoesv, Fetrasuv, gremios de reciente creación, de orientación oficialista. Fapuv, Fapicuv y Fenatesv, que son los gremios históricos del sector universitario no fueron llamados a la discusión de la convención, entre otras razones, porque son los convocantes del paro nacional y porque sostienen que la discusión debe realizarse respetando las normas de homologación, con lo cual, el incremento salarial sería de mucho más que el 180% que plantea la Convención.

Pero el escalamiento del conflicto está en lo que podría calificarse, en términos morales, como un acto de cinismo. La Convención ofrece pingües beneficios de improbable cancelación, en el lapso de 90 días que se establece para la organización de los procedimientos administrativos, pero incorpora por mampuesto, tres conceptos de la Ley de Educación Universitaria que quedó sin efecto por devolución presidencial en 2011, y que pueden apreciarse en las cláusulas 5, 6 y 96. Así se lee (los subrayados son míos):

Cláusula 5. Democracia participativa y protagónica universitaria.
El empleador acuerda implementar los mecanismos que permitan el derecho al voto a los trabajadores universitarios en igualdad de condiciones, para la elección de las distintas autoridades universitarias. Asimismo, el empleador se obliga a reconocer y garantizar la representación de los trabajadores universitarios en los organismos de cogobierno y dirección de las instituciones de educación universitaria. Esto en cumplimiento de los principios constitucionales de participación como derecho fundamental que debe sustentar el estado venezolano y en lo establecido por la Ley Orgánica de Educación. Además, cualquier trabajador universitario con formación profesional que cumpla con el perfil podrá optar a integrar los organismos de dirección de las instituciones de educación universitaria a excepción de las dependencias estrictamente académicas que por su naturaleza deban ser ocupadas por un docente.

PARÁGRAFO ÚNICO: Los representantes de cada sector de los trabajadores universitarios en los organismos de cogobierno universitario tendrán voz y voto en la toma de decisiones y en igualdad de condiciones que los demás miembros y serán elegidos por votación directa y secreta.

Cláusula 6. Desarrollo de Valores humanos socialistas
El empleador y las federaciones convienen en aunar esfuerzos para promover y sensibilizar a los trabajadores universitarios  en la toma de conciencia  y desarrollo  de los valores  humanos que constituyen el poder moral en estas instituciones de educación universitaria. El empleador y las federaciones  se comprometen a poner en práctica actividades de divulgación de los valores  humanos universales e institucionales, de los principios de la justicia social, ética, superación, austeridad, probidad y excelencia, valores morales y ética socialista, en pro de la consolidación y desarrollo del proceso educativo en las instituciones de educación universitaria oficiales y en su praxis de trabajo diario, de acuerdo a lo enmarcado en el Plan de Desarrollo Económico y Social de la Nación 2013-2019.

PARÁGRAFO ÚNICO: El empleador fortalecerá y concederá los recursos económicos necesarios para que los trabajadores universitarios intervengan en eventos e intercambios estadales, nacionales e internacionales. De igual manera, realizará los convenios  con instituciones de educación en valores humanos para planificar y ejecutar estrategias que contribuyan a la formación del ser humano nuevo y del trabajador universitario que requieren las instituciones de educación universitaria.

Cláusula 96. La cátedra como unidad académica.
El empleador conviene en reconocer que la libertad de cátedra debe ser ejercida por los miembros del personal docente, de Investigación y Extensión de las instituciones de educación universitaria con espíritu creador, vocación de servicio y sin más limitaciones que las legales y reglamentarias. En este sentido conservarán completa independencia en la realización de los trabajos que adelantan, No obstante, los programas de las asignaturas, las evaluaciones y los planes de Investigación, Extensión y Producción deberán ser sometidos a las orientaciones trazadas por los respectivos departamentos académicos y a las establecidas por los organismos de coordinación y dirección de las instituciones de educación universitaria, en concordancia con el contenido de la cláusula 6 de la presente Convención Colectiva Única.

Estos tres conceptos convierten a la negociación de una convención colectiva en la transformación universitaria: el voto paritario, la orientación socialista de la formación impartida y la sujeción de la libertad de cátedra a la (re) orientación, y que acaso se conviertan en puntos no negociables de la Convención. ¿Y a este chantaje, los gremios de la universidad no piensan oponerle otra cosa que su reclamo salarial? ¿Lo no negociable, en caso de negociar, son las normas de homologación?

Esa actitud justificaría, por sí sola, el paro de universidades, pero la opinión pública no lo entiende a cabalidad, porque hasta ahora la protesta se ha centrado en la injusticia de los presupuestos y en los salarios de hambre de los profesores, cualquiera sea su puesto en el escalafón. Y caben las preguntas, en la hora: ¿por qué no ha trascendido el proyecto de Convención Colectiva Unificada? ¿Qué pueden proponer las universidades como alternativa para esta escalada? ¿Cómo construir la solidaridad en el conflicto laboral con otros sectores del país tan o más afectados que las universidades, como los maestros, los trabajadores de las empresas básicas, los empleados de la administración pública, por citar algunos?

Es verdad que la historia no se repite, pero también es cierto que cumple ciclos, y si esta huelga se parece a la de 1988, debe ser porque hay una lección histórica qué aprender, y posiblemente sea la de que es indispensable, para avanzar, que la Universidad vuelva a estar alineada con el proyecto nacional, a la altura en que la fase siguiente lo demanda. Para eso son las coyunturas, para avanzar. 

Desde las universidades privadas, los profesores no podemos menos que estar solidarios con la lucha de las universidades autónomas. Ya vendrán pronunciamientos y acciones porque el país entienda que la Universidad sigue siendo, pese a todo, un lugar para construir futuro. La foto es de la página en Facebook de Venezuela en positivo