lunes, 8 de diciembre de 2008

Malos perdedores (tiempo de malandros)




HUBO UN TIEMPO –créanlo o no- en que el malandro tenía una utilidad social en el seno de sus comunidades. Allí donde hubo alguien que prefirió apelar a una figura de fuerza para imponer su voluntad a sus vecinos o para salvaguardar sus intereses del abuso ajeno, en vez de seguir los canales institucionales, so pretexto de su ineficiencia; allí, en ese tiempo, fue natural que se prefiriera al hijo de fulana que no tiene marido fijo y sí muchos hijos de diferentes padres, ese muchacho que desertó de la escuela después de repetir primer año dos veces, por no saber leer ni escribir, ni multiplicar, para encargarle fuera a pegarle un susto a los vecinos, y creyendo que eso que era bueno, después lo dejaron robar siempre que no fuera en el barrio, asumiéndolo como una especie de hombre fuerte al cual apelar como último recurso. Ese es el mismo malandro que después descubrió el negocio de la droga y que armó su bando (o su banda) para controlarlo en la zona, enfrentándose a tiros con sus enemigos –malandros como él- usando a la gente como escudos humanos; el mismo que desde hace diez años ejerce el control social de los barrios como comisario político del régimen: la caballería ligera de los motorizados a sueldo, de los sicarios, de los asaltantes, los secuestradores que de tiempo en tiempo delinquen para mandarnos el mensaje: “aquí mandamos nosotros”. Jefes políticos de una larga red de intenciones aviesas, cuyo centro no es otro que el lado más oscuro del poder. Nada que el padre Alejandro Moreno no relate con magistralidad, o que surja del extenso trabajo del Centro de Investigaciones Populares: Y salimos a matar gente, nada que no haya escrito Bertolt Brecht, en tres de sus más consagrados textos: la ópera de tres centavos, el círculo de tiza caucasiano y principalmente El ascenso prescindible de Arturo Ui.

Por ello, no extrañan los episodios de violencia política que se han sucedido al 23-N; no sorprende que hayan saqueado las alcaldías y gobernaciones antes de entregárselas a los mandatarios de oposición; no constituye novedad alguna –y sí una confesión de parte- el episodio de vandalismo de la sede de la Alcaldía Metropolitana, donde un grafiti delata con su crudeza, la actitud: “somos malos perdedores” (por cierto, ¿no era esta una gran victoria de la revolución?)

No extrañan, porque son malandradas, cierto, pero esta vez amparadas en dos genealogías del pensamiento político en nuestras tierras: el cesarismo democrático, fuente de los males de la delegación formal, de la excesiva credulidad en el liderazgo carismático, del populismo clientelista, del desarrollismo rentista y del fascismo, puro y duro; y la hegemonía revolucionaria que aquí no es más que un tiempo lento de demolición institucional, útil cleptocracia que sustituye tanto a la vanguardia revolucionaria como a la nomenklatura de la dictadura del proletariado, profunda falta de respeto al pueblo como sujeto colectivo.

Pero de todas esas manifestaciones de violencia simbólica, la peor es la enmienda constitucional. Sobre el modo en que ella aparece en este trayecto de la coyuntura veamos algunas cosas:

1. La utilidad del tema de la enmienda es predominantemente simbólica. Se trata de resignificar la derrota, de mantener copada la agenda tanto de la escena política como de los medios de comunicación y de producir suficiente ruido que distraiga a la colectividad de los impactos que la crisis económica global generará en nuestro patio, a corto plazo. Fuera de eso, uno se pregunta ¿qué sentido operativo tiene consultar la reelección inmediata cuando ni siquiera se ha llegado a la mitad del período constitucional? La enmienda luce como un episodio de la Guerra de IV generación, una bandera bajo la cual unir las huestes y puesto que era objetivo central de la reforma constitucional, ya que los otros objetivos se alcanzaron legalmente con el paquete habilitante de agosto 2008, no consolidarlos con la enmienda es someter a riesgo la continuidad del proceso, ante la eventualidad de que el Presidente no siga en el gobierno.

2. Nuestros medios de comunicación le harán la barba al Presidente en su objetivo, porque la base de sus agendas-setting es la noticia, lo cual las condena a la reactividad informativa o a la miseria propagandística. Mientras el Presidente y sus altisonantes declaraciones (o los actos de violencia institucional planificados) sigan dictando la pauta, seguiremos alimentando este vendaval. Pero peor que decir lo que pasa es no hacerlo. Gran dilema, ¿cómo cambiar el discurso de los medios? ¿Qué decirle a los venezolanos, sobre la realidad de este proceso? ¿Cómo hace la comunidad organizada para quitarse de encima a los malandros?

3. Aun no comprendemos el alcance de la comunicación de redes, ni entendemos que la unidad no puede ser sólo de comandos de campaña o de frentes amplios contra la reforma. Se le pide al movimiento estudiantil que tenga protagonismo nuevamente, de cara al referéndum por la enmienda constitucional y que los muchachos salgan a convencer a los nini, de ir a votar en contra, como lo hicieron el 2-D del 2007. Pero se desperdicia el potencial de los despolarizados, ante la ausencia de un proyecto nacional alternativo que pueda oponérsele a la hegemonía chavista, que los partidos no construyen porque creen que ellos pueden capitalizar el centro político, con base en liderazgos más o menos carismáticos o en resultados de gestión más o menos relevantes. No han aprendido las lecciones del pragmatismo político.

4. La enmienda puede perderse o puede ganarse. Sobre este particular, el análisis más frío se lo leí hoy lunes 8 de diciembre a Michael Penfold en el Últimas Noticias, cito: “Tomemos estos números (los del CNE) como ciertos por un instante y hagamos un ejercicio, con base en la votación de las elecciones regionales. El chavismo consiguió 5.541.942 votos, la oposición 4.342.109 y los disidentes 370.000. Si asumimos que 18% de los chavistas rechazaría la reelección (como lo indica un estudio reciente de Ecoanalítica, el mismo que señala 66% de rechazo a la reelección presidencial) entonces el oficialismo ganaría la enmienda con 4.544.392 votos, aún perdiendo parte de sus simpatizantes. Pero es evidente que si los votos disidentes se mueven para rechazar la enmienda, entonces sería derrotado por tan sólo 167.717 votos.” Vale decir que los radicales no son los únicos malos perdedores de esta partida: ¿quién le garantiza al Presidente que estos muertos políticos no gozan de buena salud? Por otra parte, ¿son nini los disidentes?

5. Hasta ahora, los nini han ensayado dos soluciones alternativas al dilema del prisionero que plantea la polarización: el 2-D se abstuvieron en masa, el 23-N una parte de ellos hizo voto cruzado, mientras la otra se abstuvo. Quienes no votaron fueron más en las zonas rurales, con lo cual esta parece abstención estructural. Ahora bien, ¿qué pasaría si los nini tuvieran una identidad política y participaran como una fuerza política en medio de la polarización? ¿Decidirían? ¿Y qué decidirían, si tuvieran agenda propia? Urge un nuevo proyecto de país, que resuelva la (dis)continuidad histórica del proyecto nacional que este momento presenta, más allá de esta nueva cita electoral.

6. Finalmente, la enmienda vuelve a levantar los fantasmas del imaginario colectivo venezolano. Manuel Caballero, Elias Pino Irurrieta, Simón Alberto Consalvi y más recientemente el Dr. Jesús María Casal han estado invocando la razón histórica para advertirnos, en esta etapa, que uno de los detonantes de la guerra federal fue el intento de reforma de la constitución por parte de José Tadeo Monagas para perpetuarse en el poder, en 1857. Pompeyo Márquez aconseja retomar la bandera popular de entonces, válida aun hoy, para escarnio de nuestra condición de pueblo (no puede ser que una consigna tenga vigencia 150 años después, pero así son las cosas): “abajo el continuismo, viva la legalidad”. Y uno se pregunta, ya que este tiempo sirve para revisar nuestra mitología institucional, ¿por qué no hacer buenas nuestras intenciones y refundarnos, desde la civilidad, desde un liderazgo con vocación magisterial? Ellos baten tambores de guerra, son pocos y están bien armados, pero nosotros somos más, tenemos que ponernos de acuerdo.

Esta versión de Bandera tricolor, canción tradicional de la guerra federal, fue grabada por tambor urbano. Aquí la pongo, como muestra de que aun desde el atavismo, es posible cambiarle el significado a las cosas, para construir con ellas la esperanza ¡Que suene por todas partes!