jueves, 25 de julio de 2024

Leo (1943 - 2024)

 

MAMÁ FUE UNA GRAN MUJER, no porque me lo haya dicho mucha gente, o porque fuera mi mamá, sino porque efectivamente lo fue.

Nació en Ragonvalia -nombre compuesto a partir del de Ramon González Valencia, general de la guerra de los mil días, en el norte de Santander; Hernando Trak, el papá de Isabela y tío abuelo de Yasmín y Juancho Trak, estuvo exilado allí, pero Isabela siempre creyó que era un invento de su papá, como el tratado de Neerlandia del Gabo, que resulta que sí tuvo lugar. Mi bisabuelo, coronel liberal en Chitagá, mi abuelo, maestro de obras -liberal- en Ragonvalia; con la muerte de Gaitán tuvieron que venirse antes de que la turba conservadora-sus vecinos- los asesinara, y cruzaron el río Táchira, hasta Delicias, donde se levantaron.

Mamá era ingeniosa desde muy pequeña, la mayor de tres hermanas, siempre al pie de mi abuelo. Largo cabello trenzado, brillantes ojos verdes, voluntariosa, de carácter, un poco bruja, amaba cantar y bailar y estaba hecha para la fiesta. Entre Delicias, San Antonio del Táchira y Rubio transcurrió su adolescencia; allí conoció a mi papá en el Centro Internacional de Educación Rural, donde ella se formaba para maestra; profesor de geografía e historia, llanero, luego supervisor nacional de educación rural. Se casaron en 1962, yo demoraría siete años en llegar, y después nadie más.

Vivíamos en el valle, en los jardines, en el piso 17 de un edificio alto cuyas ventanas daban a la autopista. Aprendí a leer con mi mamá mientras ella le enseñaba a una muchacha que se había traído de los andes para que la apoyara con la casa, usando el libro de alfabetización de adultos, abajo cadenas. Ella hizo de mi un lector, pues si bien no estudió sino hasta segundo año, fue una lectora infatigable, comentarista de sus lecturas, escritora ella también, de canciones y cuentos. Ama de casa rigurosa con la economía; innovadora en las maneras de resolver problemas domésticos con lo que hay; impulsora de los emprendimientos de mi papá, que no hacía pescaditos de oro sino muebles de mimbre primero y productos de limpieza después, cuando descubrió que jubilarse daba lugar a una segunda vida. Vivimos después en Maracay, en una casa en la vega del rio castaño a la que he regresado en sueños algunas veces y donde fuimos felices. Allí era rito la conferencia después del almuerzo, una conversación sobre cualquier tema del conocimiento, como si fuera un refectorio y mamá una abadesa. Allí formé mi espíritu crítico, mi modo de ser disidente: Camburito era Castalia y yo no he hecho más que construir abalorios.

Pero no siempre fue así; hubo una aventura de negocio que salió mal y nos vimos regentando un abasto en Ureña, Estado Táchira para recuperarnos. El demandante trabajo nos mermó la salud a todos, pero nos permitió recuperar capital y regresar a Maracay.

Mamá vivía inventado actividades qué hacer con sus vecinas – amigas en Camburito: deportes, manualidades, cuánto más. Descubrió el Taichí a finales de los 90, en una academia en Maracay más filosófica que deportiva. Cuando me casé, Maracay se me puso lejos y ellos decidieron vender y venirse para San Antonio de los Altos, compraron un apartamento y se dedicaron a salir de paseo, como de vacaciones, hasta que nació Sarita y nos apoyaron con su crianza temprana, que alternaban con las actividades del taichí, del teatro, del club del abuelo, la bailoterapia, con las amigas. Después vendieron el apartamento y compramos Fin de Mundo y cuando papá cumplió su ciclo, mamá lo sobrevivió 12 años, con dignidad.

A mamá la diagnosticaron con diabetes luego de la muerte de mi abuela, por el mismo mal, a los 70 años. Tuvo una hernia en la columna en la región cervical que ameritó operación. Hizo una peritonitis por perforación de un divertículo que ameritó colostomía y posterior reconexión. Pero lo que la hizo completar su ciclo fue un carcinoma de células basales en la región axilar, que tuvo recidiva e hizo metástasis y con el cual estuvo tres años y se le operó tres veces. Y en ese tiempo no dejó de practicar abanico, preparándose para un pase de cinta en taichí, no dejó de celebrar la graduación de bachiller de Sarita, de convertirse en el alma de la fiesta y de volverse viral en redes cuando los chamos la animaban gritando “hasta abajo” “la abuela” y ella celebraba haber vivido para ver.

Cerca del fin del ciclo, una tarde, me dijo que estaba orgullosa de mí.

-Y yo de ti mamá – le dije, disimulando una lágrima.

Partió el lunes 8 de julio, dormida, como siempre pidió.  

Yo apenas hoy tengo algo de cabeza para escribir estas líneas con las que intento rendir homenaje e informar el suceso. Para la misa seleccioné un pasaje de las Confesiones de San Agustín que me pareció elocuente de lo que yo sentía, había pasado con mamá:

“Señor Dios, danos la paz, puesto que nos has dado todas las cosas; la paz del descanso, la paz del sábado, la paz que no tiene tarde. Porque todo este orden hermosísimo de cosas muy buenas, terminados sus fines, ha de pasar; y por eso se hizo en ellas mañana y tarde.  Mas el día séptimo no tiene tarde, ni tiene ocaso, porque lo santificaste para que durase eternamente, a fin de que, así como tú descansaste el día séptimo después de tantas obras sumamente buenas como hiciste, aunque las hiciste estando quieto, así la voz de tu Libro nos advierte que también nosotros, después de nuestras obras, muy buenas, porque tú nos las has donado, descansaremos en ti el sábado de la vida eterna.”

Así descansaremos, después de ser juzgados en amor. Así descansa ella, en la vida de recuerdos atesorados. No tengo más que agradecimiento por haberla tenido. No tengo más que un enamorado agradecimiento para con Belkis: fue una verdadera hija para mi madre. No tengo mas que un absoluto agradecimiento para todos aquéllos que en estos tres años de lidia con la enfermedad, nos apoyaron generosamente. Sé que su memoria es una bendición para las generaciones de mi casa, empezando con Sarita Leonor, su nieta, que lleva su nombre.